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EL RETO.

Cierta mañana me hallo sazonando la atmósfera con un café tan obscuro, que me refleja el firmamento cuando agacho la mirada y acerco mis labios para sorber. Veo mis ojos acercarse a mis ojos a través del café. Los cierro. Degluto y me sumo en el paroxismo dubitativo. Me retroalimento intelectualmente y por mi mente pasan miles de imágenes como saetas locas que no me permiten aterrizar alguna de ellas para acariciarla y descansar en el recuerdo, volver a vivir. Pero cuando lo creía todo perdido, llegó el momento en que una de las imágenes se dejó acariciar lentamente. Mi gata me mira embebida del metafísico entorno, mientras roe su juguete y se prepara para otro discurso de los que le declamo a cada mañana; porque ella cree que yo no creo, que ella me cree. Empiezo diciéndole que hoy está más bella que de costumbre, para atraparla desde un principio. Ella no sabe que yo sé, que ella es vanidosa. Y de sopetón, llega el epifánico río discursivo: “resulta que estos años he creído aprender muchísimo. Solo mírame, me faltan tres pelos en la barba para ser doctor. He leído tantos libros, que ya son ellos los que me buscan a mí para leerme. Soy bello como una barra de chocolate esparcida por las comisuras, labios y mentón de un crío. Es todo un reto analizarse a uno mismo porque asusta saber que se ha crecido o menguado la voz de la cabeza que todo lo guarda y habla por medio de nosotros. Antes me preocupaba que se diera cuenta de mi planetaria vida, pero ahora; ahora solo pienso adrede para que la vocesita piense que soy un genio. Soy el genio cafeinómano que aprehendió todo los saberes de los viejos de la ciudad y por ello ya no se ven en los parques. Pero aquí viene algo más a mi cabeza. Mi gata tiembla a mis pies, porque sabe que no me debo enterar de lo que estoy a punto de pensar y yo no lo sé. Veo al duende de Gadara que agrió mi niñez, dice: “no te asustes pequeño sabio. Llevo años viendo que aprendes y aprendes como un condenado a nadar allende los mares. Tiempo perdido. Vida perdida. La virtud es un invento para dóciles. Nunca vas a estar seguro de lo que sabes. Deberías jubilar el pensamiento. O acaso, dime, ¿sabes lo que no sabes? ¿de qué te sirve lo que sabes?”. Justo aquí desaparece, mientras mi compañera felina me muerde y juguetea con una hebra de hilo que cuelga del pantalón. Me digo: “soy tan bueno pensando, que quiero aprender cómo pensar aterrizadamente”. Dejo mi asiento y me paseo por la calle. En el primer poste que me topo, una leyenda que reza: “te enseñamos a escribir”. Me retiro pensando que solo sé pensar y que no me caería mal aprender a plasmar. Esta idea le fascinará a mi gata. Se la contaría, pero me parece mejor escribirla…


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